La mezquina Claudia

Opinión
Claudia Sheinbaum recibió una nación quebrada fiscalmente y endeudada cuanto más.

Formo parte de una generación que creció y hasta se educó bajo el estigma de que la vía progresista corría necesariamente por el lado izquierdo de la geometría política, en el mundo polarizado de una Guerra Fría en que los “buenos” debíamos ser discípulos de Marx, Engels, Gramsci o Rosa Luxemburgo, a la par de despreciar todo lo que oliera a “perverso” capitalismo.

Guitarra y bombo en mano, canté canciones de Víctor Jara y Alfredo Zitarrosa. Si bien desconocía la verdadera historia del Che Guevara, pontifiqué la Revolución Cubana y desprecié al Tío Sam. Leí El Capital antes de revisar a Adam Smith o a David Ricardo. Condené el intervencionismo norteamericano en Corea o Vietnam sin reparar en la depredación humana de Stalin, los gulags siberianos o la matanza en Angola.

Los símbolos del socialismo que reclamó su lugar en el siglo XX poco a poco se vinieron abajo con el desastre de Fidel Castro en Cuba, la inmensa pobreza china y el retraso de la Europa oriental. Todo pareció terminar con la caída del Muro de Berlín, la liberación comercial y la posterior entrada de China a la Organización Mundial de Comercio, entre muchas otras cosas.

Pero hubo y hay reminiscencias de aquella utopía de la hoz y el martillo, que en los últimos tiempos se disfrazó de un izquierdismo que aprovecha la pobreza y el rezago social para engañar con el cuento de la subsidiariedad, que ya ha propiciado la quiebra de naciones enteras como Argentina desde los sesenta, México en los setenta y ochenta, o como Venezuela un poco después.

Hoy que termina el primer cuarto del siglo XXI, una heredera de aquella nostalgia socialista es presidenta de nuestro país, aunque ella misma parece aceptar que su género femenino es su única virtud.

Incapaz de zafarse la herencia perniciosa de Andrés Manuel López Obrador, Claudia Sheinbaum recibió una nación quebrada fiscalmente y endeudada cuanto más, que mira hacia el norte clamando el libre comercio del que depende nuestra economía, y voltea hacia el sur con la esperanza de que Lula, Petro u Ortega le devuelvan la respiración a un modelo históricamente rebasado.

Y así, con el lastre de una ideología trasnochada, la jefa del Estado mexicano despreció sin decirlo el premio Nobel de la Paz otorgado a la opositora en Venezuela, María Corina Machado, tachada por las hordas digitales de la 4T de ser simplemente derechista.

No importa que Machado sea la cabeza visible de la noble resistencia venezolana a la cruel y ominosa dictadura que inició con Hugo Chávez y terminará con Nicolás Maduro.

Sheinbaum pone a México del lado incorrecto: el de la antidemocracia que tanto gusta a Putin o a Díaz Canel, y que ejercieron duramente Pinochet, Videla o Stroessner. Vaya, en su mezquindad, solo le faltó decir que el Nobel debió haber sido para Donald Trump, cuya lidia le ha dado reconocimiento internacional que ahora echa a tierra por la necedad de su ideologización.

A la presidenta con A le ganó su faceta de activista dizque antiimperialista. No fue capaz siquiera de felicitar a María Corina bajo una estricta perspectiva de género, sin ir más allá. En ese sentido, superó al confeso machista AMLO.

Con ello, Sheinbaum perdió otra oportunidad, una más, de mostrarnos que no es simplemente la mujer elegida por su antecesor para sucederlo. Y le dio otra palada de tierra a la otrora prestigiada política exterior mexicana que hoy reclama autodeterminación en Venezuela, pero no así en el Perú, Bolivia o Ecuador. Lástima.

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